Hace dos años decidí que no usaría mis redes sociales para compartir nada que tuviese que ver con la extrema derecha. En concreto, la española. Me propuse no mencionar a nadie que expandiera mensajes de odio, ni siquiera para denunciar lo que estaba diciendo. Reflexioné sobre la finalidad de aquello y pensé que, al compartir sus mensajes para denunciarlo, en el fondo estaba formando parte de la cadena de expansión del mismo. Responder (cuando se trata de perfiles individuales) tampoco me resultaba útil; en la mayor parte de los casos, se trata de personas que no sienten ningún interés en debatir, ni intercambiar ideas, ni llegar a puntos en común. Vivimos en un mundo que cada vez se acerca más a los extremos, donde cada vez nos resulta más complicado que alguien nos lleve la contraria de forma informada y respetuosa. Donde cada vez es más fácil esconderse tras un nickname para hacer o decir cosas que nunca se nos ocurriría en el mundo real. A veces me pregunto si esta especie de desdoblamiento de la realidad y de la forma que tienen algunos de entender las redes sociales no tendrá consecuencias graves a largo plazo.
He estado conforme y en paz durante estos dos años con mi decisión. Y debo decir, al mismo tiempo, que no me ha resultado fácil. Muchas veces, he estado a punto de caer en la trampa de responder a un mensaje de odio con otro en el mismo tono. De dejarme llevar por la impotencia de ver cómo se extendía información falsa, cómo ciertas ideas se iban introduciendo, poco a poco, en el imaginario colectivo e iba polarizando la sociedad. Lento, poco a poco. Pero con paso firme, sin dudar ni un solo momento. Yo seguía a lo mío, en mi difícil empresa de no usar mis espacios digitales para dar voz a ninguno de estos grupos, ni partidos, ni personas, ya fuera de forma activa o pasiva. En otros quizá no, pero en mí encontrarían un muro de contención, sin fisuras.
Sin embargo, esta mañana una buena amiga me ha pasado un vídeo de un señor que afirmaba haber formado parte del grupo de WhatsApp de señoros que consideran la democracia como una amenaza y, a los demócratas, una enfermedad. Afirmaba también haberse salido del grupo, y haber vuelto a entrar, pero nunca había formado parte de esos mensajes, ni esas amenazas, ni las cartas que mandaban al Rey. Este señor insistía en que el mensaje en cuestión (ese en el que dicen que hay que aniquilar a 26 millones de personas) no dejaba de ser anecdótico; que lo verdaderamente importante era gravedad la existencia de este movimiento organizado, y con influencia en las altas esferas de la vida política. Y al escuchar eso, algo se me ha removido dentro y me he molestado. Le he preguntado en voz alta a este señor qué le ha llevado a hablar ahora, y no antes. Si él siempre ha sido consciente de la gravedad de lo que estaba ocurriendo, ¿por qué no dijo nada?
Entonces, esta realidad me golpeó en la cara. Porque, durante dos años, yo tampoco he dicho nada. Y el silencio, en según qué situaciones, es igual de cómplice. Ya se dice que «el que calla otorga».
No hay respuesta sencilla ante la cuestión de cómo tratar y combatir la extrema derecha, la polarización social o los populismos. Probablemente, todos estamos cometiendo errores. No puede ser de otro modo si Trump llegó a presidente de los Estados Unidos, si Reino Unido sale de la Unión Europea o si en España, con un recorrido democrático tan corto y una dictadura tan reciente, partidos como VOX encuentran nicho electoral. Todos lo estamos haciendo mal porque tratamos con condescendencia movimientos que creemos aislados, marginales, desviaciones en la investigación de datos. Pensamos que no saben. Que no tienen razón y que, por lo tanto, hay que dejarles hablar, como a los locos. Que ya se cansarán, y el movimiento en sí mismo irá desapareciendo, como una hoguera que se va apagando. En efecto: ni VOX, ni Trump, ni el brexit tienen razón. Pero sí la tienen quienes se sienten representandos por estos movimientos, quienes escuchan mensajes de odio y no ven odio, si no atención.
Es a ellos a quien hay que escuchar. Atentamente. Porque Trump, VOX, Bolsonaro, Orbán, el brexit son consecuencias. Son síntomas, pero no son la causa del problema. El problema de fondo es la desigualdad. Es vivir en un mundo donde la brecha social cada vez es más grande, y donde una gran parte de la población mundial siente que el sistema (el que sea) les ha dejado atrás. Que el mundo se mueve muy rápido, y ellos han perdido el tren. Sienten que la realidad, la suya al menos, se limita a tratar de sobrevivir en un entorno que ya no los valora ni los aprecia como solía hacerlo antes. Y no entienden bien en qué momento ha cambiado todo.
Hay que combatir los populismos, los extremismos, los fascismos, las extremas derecha de este mundo. Porque todos ellos se aprovechan de la miseria humana, de la desesperanza y de la falta de oportunidades para construir un mundo peor, menos inclusivo, menos tolerante, donde solo tienen cabida los privilegios de unos pocos. Son movimientos que usan el descontento social como carro de combate, y que luego lo deja olvidado en un rincón, junto con las promesas de un mundo mejor.
Hay que combatirlo desde el respeto, pero desde la intolerancia. Porque no toleramos nada que polarice la sociedad, que nos divida, que nos haga odiar al vecino y rechazar al extranjero. Hay que combatirlo con información, con números, con datos. Hay que desmentirlo. Hay que denunciarlo. Hay que combatirlo calmados, desde la razón. Pero seguros, sin cansarnos nunca. Cuando decidimos callar, es posible que no estemos dando voz a los mensajes, ni estemos ayudando a expandirlos; pero no lo paramos. No somos islas solitarias en medio del mar, cuando no decimos nada, somos cómplices pasivos.
Debemos ser muros de contención que, además de resistir ataques continuos, sepa usar canales correctos de comunicación y comprensión. Porque hay que combatir los síntomas, pero a través de la comprensión del origen. Hacerlo es una responsabilidad y un deber social.