Emigrar significa, a veces, morir

Distintos sociólogos, politólogos, antropólogos y filósofos han hablado, en diversos estudios a lo largo de los años, de aquellos procesos que nos llevan a deshumanizar a las personas. 

En el mundo en el que vivimos, de consumo rápido de la información, el olvido de estaocurre exactamente a la misma velocidad. Las noticias lo son solo cuando un medio nos bombardea constantemente con la misma información. Después, bombardean con algo totalmente distinto y se nos ha olvidado la imagen de un niño muerto en las orillas de una playa. Hacemos oídos sordos y ojos ciegos, todos los días, a todas esas personas convencidas de que, al cruzar el mar, encontrarán una vida mejor. A mí, personalmente, se me rompe todo por dentro cuando pienso en todos esos sueños destrozados cuando llegan. Toda la vida que han dejado atrás, y la que no volverán a tener. 

La retórica de este discurso, que llena a los refugiados y a los inmigrantes de estereotipos y prejuicios, y los vacía de su identidad y la historia vital que llevan consigo, me parece macabra. El uso xenófobo que hacen de ellos los partidos de extrema derecha es una de las maneras más simples que hay de correr un tupido velo sobre los problemas reales. Es una de las más antiguas, también. 

El racismo de algunos medios de comunicación es vergonzoso, especialmente cuando no lo esconden. En la retórica y la extensión del uso de cierto lenguaje, los medios tienen un papel importante, por no decir imprescindible. Y me resulta vergonzoso leer, aun hoy, titulares racistas y “reportajes” que vienen a decir que “el de fuera” amenaza nuestro modo de vida. ¿Qué modo de vida? ¿Qué es exactamente “fuera”? Solamente hay un planeta, un mundo. Y las fronteras, me gustaría recordarlo, son conceptos imaginarios; líneas artificiales que, en el mejor de los casos, siguen el cauce de un río.  

Los migrantes, los refugiados, son personas. Son humanas. Tienen historias, cargas. Tienen sueños, vida. Impedir un fenómeno tan complejo y natural como las migraciones globales me parece tan absurdo como ponerle una ventana al Sol. La solución no pasa por levantar muros más altos; está en entender que el multiculturalismo no es una amenaza, que la variedad es riqueza, y que todos compartimos un punto crucial común. Somos personas.

Cada vez que alguien muere ahogado en el mar, o antes de cruzar la frontera a otro país, o en un desierto, o a manos de alguna mafia que gana dinero con la desgracia ajena, o aplastado por un tren de mercancías, deberíamos sentir vergüenza. Deberíamos entender que, para que unos pocos vivan en el privilegio, la gran mayoría arriesga su vida a diario. Deberíamos preguntarnos si merece la pena, y en qué momento exacto de nuestra historia perdimos toda la empatía.